Cuenta
el historiador Plutarco en sus Vidas
Paralelas que Publio Clodio Pulcro, ínclito patricio y político romano,
estaba totalmente prendado de la belleza de Pompeya Sila, mujer de uno de los
pocos hombres que le superaban en poder e influencia, Cayo Julio César. Pese a
lo difícil de la situación, Publio no desistió en su intento de conseguir los
favores de su amada y elaboró un curioso plan para conseguir su objetivo.
Durante el mes de diciembre se celebraba el culto
y las fiestas en honor de la Bona Dea, cuya organización correspondía a la
propia Pompeya como esposa del PontifexMaximus. En estas celebraciones sólo
participaban mujeres, por lo que Publio consideró que se trataba de una
oportunidad única para abordar a Pompeya lejos de la indiscreta mirada de los
soldados y de su propio marido. Con esta finalidad decidió disfrazarse de mujer
y colarse en la fiesta pero, probablemente, su caracterización no fue tan buena
como esperaba y acabó siendo descubierto por algunas invitadas, lo que le
obligó a salir a la carrera ante la estupefacción de los guardas apostados en
las afueras de la finca.
Cuando
este estrambótico incidente fue puesto en conocimiento del César, éste no dudó
en adoptar una decisión tajante, repudiando públicamente a su mujer pese a que
sobre ella no parecía pesar culpa alguna. Efectivamente, no parecía que Pompeya
estuviera involucrada en ninguna aventura extramatrimonial, pero ante la
posibilidad de que las especulaciones sobre un encuentro secreto con su
atrevido amante se extendieran, Julio César pronunció una de esas frases que
quedan para la historia: “La mujer del César no sólo debe ser honrada, además
debe parecerlo”.
Ahora,
como entonces, no son pocos los altos cargos que se muestran incapaces de
comprender aquello que César entendió como inherente a la eficacia política y
al buen gobierno: una de las principales obligaciones de quienes ostentan
puestos de responsabilidad es la de proyectar una imagen acorde a los valores
de la institución que representan. Más allá de un correcto ejercicio de
gestión, el desempeño de un cargo público exigeuna labor ejemplarizante, cuya
dimensión depende de las particularidadesdel cuerpo cívico que, directa o
indirectamente, lo ha elegido como su legítimo representante.
La
ciudadanía se mira en el espejo de sus dirigentes, a los que no pueden sino
exigir un comportamiento a la altura de la confianza y cuotas de poder que
determinados puestos otorgan. Hacer entender que quien defrauda al Estado nos
defrauda a todos, que quien evade impuestos hace peligrar la educación de sus
hijos o que quien degrada las condiciones laborales de sus empleados de hoy
pone en juego su pensión de mañana, es en gran parte responsabilidad de
nuestros gobernantes.
De
ahí que los electores estadounidenses no perdonen que un líder político sea
infiel a su esposa, pues intuyen que si es capaz de engañar a un ser querido,
con mayor facilidad puede mentirles a ellos. De ahí que el fraude fiscal como
actitud normalizada y las tramas de corrupción política hayan experimentado
conjuntamente su época dorada. De ahí que el Jefe de Estado, pese a ser el
mejor activo internacional de nuestro país, pese a su papel conciliador y a
contar con un presupuesto público mucho más ajustado que la mayoría de sus
homólogos, puede ser cuestionado si se empeña en exhibir maneras de monarca
rico visitando un país en desarrollo
sabatergimenez.david@gmail.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario