El pasado día
25 de marzo asistimos al encuentro electoral que se vaticinó como la primera
rendición de cuentas de importante calado para el Gobierno de España. Y a pesar
de los pronósticos, los resultados ofrecieron lo que para muchos ya se había
convertido en un hecho: el Gobierno ya no se percibe como el instrumento en el
poder para dar respuesta a los problemas, sino que cada vez más se habla de él
como su principal causante.
El proceso de
campaña se encargó de vincular a los resultados de los comicios el factor de la
legitimidad de los dirigentes de los partidos. Para el partido de Mariano
Rajoy, los comicios suponían una primera evaluación de su rendimiento tras los
100 primeros días de gobierno. Para PSOE, tras las elecciones generales y el
proceso de selección de su nuevo candidato, los resultados validarían sus
nuevas líneas estratégicas.
Sin embargo,
más allá de las implicaciones a nivel de partido, los resultados electorales,
incluyendo sus niveles de abstención, han contribuido a convertir en un hecho
un elemento que ya está presente en el imaginario social. El aparato de
Gobierno, creado para solucionar problemas, es percibido por la ciudadanía como
una de las causas de la situación en la que se encuentra España. ¿Es esta
percepción comprensible?
Hablar a
estas alturas de crisis de la democracia representativa es cuestionar nuestro
sistema político desde la óptica de la legitimidad política y la legalidad de su actuación. Este planteamiento,
para el Estado del siglo XX, era correcto. Para el Estado democrático actual,
es escaso, y es que nos movemos en una democracia de valores y de consecución
de resultados en la que la legalidad de la actuación política se da por
sentada. Es momento ya de apostar por dar un paso más y situar el foco del
análisis en una hipotética crisis en términos de la capacidad directiva de los
gobernantes. Estaríamos hablando ya del proceso de gobernar en sí mismo, de la
validez directiva del Gobierno en tanto que esté capacitado para coordinar,
conducir y liderar, y es ahí donde la pregunta lanzada con anterioridad cobra
sentido. ¿Puede ser la causa de los problemas la ineficaz capacidad de nuestros
dirigentes?
Una cosa es
cierta. Los Estados de Bienestar, como el caso de España, están construidos
sobre la base de estados fiscales sólidos y en ello está en juego su
subsistencia. En consecuencia, la crisis de ese tipo de Estado no puede estar
conectada con la supuesta crisis del modelo de democracia, sino con la del
Gobierno de ese Estado y de su economía, en tanto que los directivos políticos son
ahora más que nunca los responsables de la compra, producción y provisión de
bienes para sus sociedades. Y un peligroso desequilibrio fiscal, como el actual,
es el escenario idóneo en el que puede producirse la percepción de una crisis
de Gobierno. La política de ajuste económica, y la tan necesitada recaudación
fiscal, se ponen en marcha para mantener el Estado de Bienestar en aras de que
la crisis del proyecto liberal no culmine con el proyecto social. Pero qué duda
cabe que eso puede revertirse y conducir hacia desincentivos económicos y
malestar social que pongan en cuestionamiento la idoneidad de estas medidas si
las analizamos en el contexto actual.
Esta crisis de
Estado, vinculada a su medida más inmediata, la política de ajuste, conduce a
que los ciudadanos se muestren más exigentes en relación a las prestaciones
gubernamentales a fin de preservar las garantías que el Estado de Bienestar les
aseguraba hasta la fecha. Y es ahí donde entra en juego que los directivos de
Gobierno se muestren capaces y eficaces en su gestión. Una cosa es cierta. Hasta
el momento, la percepción ciudadana y la propia opinión pública parecen estar concluyendo
que existe una gestión ineficaz de los directivos políticos. Los estudios y las
evaluaciones en este terreno, son menos laxas y sí alertan ya de la necesidad
de poner especial énfasis en la mejora de la gestión en el proceso de gobierno.
Un ejemplo de ello son las conclusiones del reciente informe sobre el Índice de
Desarrollo de los Servicios Sociales de 2012 en el que se concluye que el
desarrollo de los servicios sociales no guarda relación con el mayor o menor
esfuerzo económico que se realice, dándose el caso de Comunidades Autónomas con
un porcentaje de gasto reducido en servicios sociales que presentan niveles de
desarrollo de sus servicios más elevados que aquéllas en las que el presupuesto
incrementalista es una práctica más que habitual.
Es esa
gestión la que, sin lugar a dudas, conviene que repensemos. A pesar del
contexto actual, el Gobierno no es la causa de los problemas, sino que sigue
trabajando y contribuyendo en la solución de nuestras demandas. Pero bien
distinto es la necesidad de comenzar a trabajar ya en la línea de la
planificación y evaluación para dotar de coherencia a las políticas y sus
resultados públicos. Porque los efectos de las intervenciones públicas no se
dan sólo con lanzar proyectos, sino también con el modo en que se hacen,
estamos en el momento oportuno para reeducarnos en la forma de ejercer el
Gobierno. Como otros muchos Estados, España presenta sus errores, pero más
eficaces seremos si los identificamos, reconocemos y, lo que es más importante,
sabemos la forma de corregirlos. De lo contrario no sabremos entre qué opciones
nos movemos y cuál de éstas hay que decidir sobre la base de un Gobierno capaz
y eficaz.
Patricia Vidal
Politóloga y Vocal Junta Directiva AVAPOL
@VidalPat
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