¿Quién ejerce el poder en la UE? ¿Quién ejerce el poder en una democracia? Si la respuesta a estos dos interrogantes concuerda, irremediablemente deberemos concluir que en la UE se ejerce el poder democráticamente. En caso contrario, convendrá desentrañar cómo se ejerce el poder en el seno de la UE.
Los antecedentes de la actual UE se remontan al periodo de entreguerras, aunque sería la II GM, auténtica “guerra civil europea”, el punto de inflexión que exigiría empezar de nuevo, reconstruir una Europa exhausta y dividida. A su vez, la incipiente globalización favoreció la eclosión de un número creciente de Organizaciones internacionales o regionales que conformaron un nivel supraestatal. Es en este nuevo nivel donde encontramos a la UE.
El proceso de integración europeo no tuvo ningún precedente histórico. La unión económica y política de Estados provistos de lenguas, culturas y tradiciones distintas se consumó por primera vez en Europa sin un plan preestablecido. En este sentido, la construcción europea se ha ido produciendo paso a paso, en respuesta a los más variados impulsos.
Más de medio siglo después, el proyecto comunitario sigue avanzando. En la actualidad siete instituciones conforman el marco de la UE. Junto a estas instituciones coexisten los denominados órganos consultivos y las Agencias, encargadas de tareas técnicas, científicas y de gestión. Un conglomerado de instituciones que no surge de un principio de separación de poderes, conforme es propio de un sistema democrático como el imperante en el conjunto de los Estados miembros. Por el contrario, el criterio diferenciador es el de la representación de intereses, es decir, cada institución está al servicio de unos intereses en particular, de modo que de la contraposición entre estos intereses se espera la obtención de un adecuado equilibrio institucional.
Este entramado institucional no ha permanecido inmutable a lo largo del tiempo, sino que ha experimentado notables transformaciones para amoldarse a las cambiantes exigencias que la propia evolución del proceso de integración exigía. Este proceso de adaptación ha pretendido corregir el déficit democrático que ha acompañado al proyecto comunitario desde su nacimiento, siendo el Tratado de Lisboa un buen ejemplo de ello. Esta última reforma incorpora un conjunto de medidas que pretenden “situar al ciudadano en el centro de la UE y de sus instituciones”. Para ello, tiene como objetivo “reavivar el interés de los ciudadanos por la UE y sus acciones”, promoviendo una “democracia europea que brinde a los ciudadanos la oportunidad de interesarse y participar en el funcionamiento y desarrollo de la UE”.
Con todo, a pesar de las últimas reformas introducidas, todo parece indicar que las reglas del juego de una organización supraestatal de tales dimensiones no casan bien con las exigencias que requiere el modelo democrático. El sistema de designación de numerosos cargos únicamente obedece a criterios de libre designación conforme a supuestos criterios de independencia y profesionalidad. La representación democrática queda limitada al Parlamento Europeo, quedando las restantes instituciones europeas en un espacio intermedio difícilmente compatible con toda representatividad o responsabilidad. Todo debe pasar previamente por el tamiz censor del Estado (los gobiernos centrales), que promueven y proponen a las personalidades que reúnen un determinado perfil, revitalizando así a la teoría clásica de la representación, donde el poder de los representantes no procede de los ciudadanos sino de la nación. Es decir, los principales miembros que encabezan el proyecto comunitario presentan una ligazón democrática con la ciudadanía difusa y, en ningún caso, directa.
Todo encaja si aceptamos que la construcción de la UE respondió en su momento al modelo de democracia consociacional propuesto por Arend Lijphart, en virtud del cual el ejercicio del gobierno se encomienda a un cartel político elitista capaz de ofrecer cierta estabilidad en el seno de sociedades con profundas divisiones. En el caso de la UE, pese al acuerdo en torno a unos valores y principios comunes, la división es consustancial si consideramos que aglutina a veintisiete Estados diferentes. Toda democracia consociacional precisa de una amplia coalición en el poder y una notable autonomía sectorial, de ahí que exista un considerable abismo entre la elite del poder y la población que permanece al margen de los entresijos gubernamentales. En definitiva hablamos de especialistas y técnicos que trabajan de manera estrecha por la culminación de ciertos objetivos.
La UE parece asentarse sobre el modelo democrático defendido por Schumpeter, es decir, una participación meramente instrumental y periódica por parte del electorado, dejando el grueso de la gestión de los asuntos públicos a un reducido colectivo de tecnócratas que, sirviéndose de una máquina funcionarial cada día más amplia, deciden en última instancia los derroteros por los que transitará el proyecto común. Dentro de esta dinámica la democracia dialógica, también conocida como discursiva o deliberativa, no parece tener un buen recibimiento. Si tuviésemos que encuadrar a la UE en uno de los dos extremos, podríamos concluir que ésta emergió desde el límite descarnado de la democracia schumpeteriana, para acabar presentando ciertos matices dialógicos, si bien el producto final sigue presentando un acusado déficit democrático. Una crítica, en última instancia, extensible a todas las grandes Organizaciones Internacionales.
Tal y como apuntaba Norberto Bobbio, “nada demuestra en mayor grado la divergencia entre lo que un gobierno democrático debería ser y lo que es, entre el ideal democrático y la democracia real o realizada, que la democracia internacional, de la que la Organización de las Naciones Unidas ha sido el primer grandioso, aunque imperfecto ejemplo”. La UE, que germinó pocos años después de la ONU, no anda lejos en materia de grandiosidad e imperfección.
Emilio Sancho Andrés
Politólogo y socio de AVAPOL.
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