El poder de la modernidad.

Es por muchos sabido que cuando se habla de la configuración del poder acontecida en la Edad Moderna, y fundamentalmente con la Revolución Francesa, dos de las palabras más usadas son desatomización y/o centralización. En efecto, las ideas revolucionarias de la modernidad cristalizaron en una configuración del poder absolutamente centralizada con el único fin de atenuar el exceso de núcleos de poder de la Edad Media y el Antiguo Régimen y ponerlo bajo una sola cabeza. Nunca se logró antes de la Revolución Francesa pues, aunque el monarca absoluto – cuyo máximo exponente puede haber sido Luis XIV, el Rey Sol – concentraba de iure todo el poder político, económico, cultural y fiscal, de facto, príncipes, nobles, terratenientes, etc. seguían ostentando todos estos poderes en sus jurisdicciones respectivas, además del de administrar la justicia, bajo su única autoridad y con sus propios códigos, leyes y jurisprudencia. Puede incluso decirse que en España la única forma verdaderamente centralizada de administración de justicia era la Inquisición. No existía en el Antiguo Régimen ningún tipo de seguridad para los súbditos pues, al no emanar el poder de ellos, toda la legitimidad del mismo emanaba de un ente ajeno, a menudo visto como arbitrario, investido de toda legitimidad divina pero carente de toda autoridad moral.

Así, el movimiento de la Ilustración vino a ser todo un proceso de estímulo de nuevas ideas emancipadoras, laicas, completamente revolucionarias, pues su cometido político era cuestionar las antiguas formas de legitimación del poder para establecer unas nuevas, en esencia democráticas, aunque en principio más bien burguesas. (Léase el texto “¿Qué es el Tercer Estado?”, de Sieyès). No es de extrañar, pues a la hora de llevar a la práctica nuevas ideas, la burguesía era la clase más poderosa capaz de plantar cara a las perennes clases privilegiadas, cuales eran clero y nobleza, hasta llegar a la monarquía misma. Es por eso que la democracia resultante va a ser en sus inicios terriblemente censitaria y excluyente. El pensamiento de la Ilustración tiene como núcleo la confianza ciega en el potencial de la razón humana, mediante la cual se pueden proscribir la ignorancia, la superstición, el yugo de la tiranía, la desigualdad y la crueldad de la vida. A nivel político, ésta se valió de la ideología del liberalismo, quizá la ideología emancipadora más poderosa que ha producido la Humanidad.

Desde mi punto de vista, emancipación significa simple y llanamente separar al hombre de Dios, reconocer la individualidad y las infinitas capacidades intelectuales y técnicas de aquél, admitir que su vida se desarrolla al margen de la intervención de la divinidad. Es por ello que empieza a perder sentido cualquier forma de legitimación divina del poder político. Si no debe ser Dios quien unja a un ser humano y a sus descendientes de todos los poderes – hasta llevar a algún ungido a decir “L’État c’est moi” – habidos en un Estado, ¿sobre quién debe recaer esta responsabilidad? La historia está más que contada. La burguesía hizo su revolución primero en Francia y luego en el resto de Europa, durante todo el siglo XIX. Sus intenciones fueron su plena incorporación como clase al reparto del poder en beneficio de sus intereses económicos, los cuales no permitirían la atomización política, fiscal y jurisdiccional habida hasta entonces. A este respecto es muy sugestiva la interpretación material y dialéctica de la historia aportada por Marx, pero hablar de ello excedería las pretensiones de este artículo.

Quería detenerme en la fundamentación doctrinal del poder que hace el liberalismo: de la multiplicidad de focos de poder se pasará a la fuente única del mismo: el individuo. Una vez liberado del lastre político que implicaba la divinidad como dadora arbitraria del poder, todo éste recae sobre el individuo o, democráticamente, sobre el conjunto de los individuos. En este línea trabajarían los contractualistas: Hobbes, Locke, Rousseau. (Rousseau es especial por cuanto llega más lejos: dota de características individuales a todo el conjunto de la población, que posee una voluntad general, que no es más que la voluntad individual soberana extrapolada a nivel de grupo; algo curioso, es única y coincidente). Los tres, independientemente del rumbo que tomen sus obras políticas y de las conclusiones que acaben tomando, parten de una idea: el poder recae sobre cada individuo en el llamado Estado de Naturaleza. El Estado de Naturaleza es aquel con la máxima atomización del poder conocida: es la soberanía del individuo, un poder absoluto por cada individuo vivo, lo que implica la libertad absoluta del mismo pues, ¿qué es sino soberanía? Si el individuo es soberano ello implica que tiene plena libertad para hacer lo que quiera sobre los otros: es el hombre un lobo para el hombre, por seguir con una de las máximas hobbesianas.

Pero, ¿cómo hemos llegado hasta aquí, hasta el Estado de Derecho? ¿Sigue siendo el individuo soberano? Todo el que conozca someramente las teorías contractualistas se habrá preguntado alguna vez cuándo se ha producido ese pacto de cesión. Y además, ¿cesión de qué? ¿Qué es lo que realmente se cede? El pacto no es más que una ficción, pero una ficción muy atractiva e interesante. El Estado de Derecho sólo gestiona parte de la libertad, poder o derechos del individuo – llámese como quiera –, aquellos que le fueron cedidos. Porque, si queríamos abandonar la atomización del poder, ya fuese aquella de la soberanía individual derivada del Estado de Naturaleza o la propia de los Estados medievales, era prioritario reconocer que el poder absoluto – es decir, el de hacer lo que quiera conmigo o con quien se quiera – recae en cada individuo, pero que era necesario que algo gestionase parte de ese poder, y sólo una parte, para permitir una cierta armonía y una relativa convivencia. ¿Y por qué ese algo debería gestionar una parte y no todo? Porque de ser así estaríamos ante una nueva tiranía, tan arbitraria como las demás: la del Estado que dispone de todos los derechos y libertades del individuo. Tenemos aún muchos ejemplos de estos tipos de Estado. Y así, tras innumerables baches, llegamos al Estado de Derecho, el Estado de los dos poderes: los cedidos y los no cedidos, los que se quedó el individuo y los que cedió al Estado. Así, eliminamos la atomización, pero es interesante verlo de esta manera: realmente no se trata de dos poderes, son las dos caras de una misma moneda; el poder sigue estando en el individuo. El Estado sólo dispone o gestiona determinados derechos, prerrogativas, libertades o poderes; sólo se queda con algunos, tal vez los más ominosos, por ejemplo, el derecho a robar, pues es un derecho al que el individuo del Estado de Naturaleza renuncia para entregarle su gestión al Estado y que éste lo prohíba y lo castigue. Y así, el derecho a matar, a vengar las afrentas personales, a exigir impuestos, etc. El individuo por su parte se queda con los más necesarios para garantizar una vida con dignidad y una convivencia armónica, impidiendo de paso cualquier intromisión estatal. De hecho el individuo es muy celoso con estos poderes o derechos no cedidos: los derechos naturales. En nuestra Constitución los encontramos medianamente claros entre el artículo 14 y el 30. El individuo no quiere que el Estado se entrometa en ellos, y éste sólo regula su ejercicio respetando su parte esencial, para que la convivencia sea posible y el individuo no se extralimite en el ejercicio y disfrute de los mismos, invadiendo así la libertad del otro.

Es éste un sistema de contrapesos muy difícil de poner en práctica, pero la experiencia de los países occidentales ha demostrado que fue posible ponerlo en práctica y que sigue siendo posible mantenerlo. Es un sistema bidimensional de poder que consiguió acabar con la atomización aunque eso supusiera una fundamentación teórica y doctrinal a veces cogida por pinzas, pero bastante justa y coherente con la filosofía del liberalismo y el espíritu de la Ilustración, que extiende, como se ve, sus efectos hasta nuestros días.

Prometo detenerme próximamente sobre el Estado de Naturaleza, pieza teórica fundamental de las teorías contractualistas.


Andrés Álvarez Giraldo, Estudiante de Ciencia Política y de la Admón. en UV y socio de AVAPOL

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