¿Tiempos modernos?. Eficiencia, Eficacia y Economía

O en los mismos términos, gestión por resultados. Éste es el principio que los gobiernos tradicionales, nuevos gobiernos y gobiernos de transición están aplicando como instrumento clave en la superación de la recesión económica que está teniendo lugar.

¿Tiempos modernos? Me apresuraría a afirmar que no. El gobierno de Margaret Thatcher ya pensaba en estos términos y a ellos, como paradigma irreductible, hemos vuelto enfatizando la idea tan generalizada de que la historia siempre se repite.
La nueva gestión pública es un eufemismo en sí mismo. Lo que concierne a la superación del modelo de estado weberiano y su actualización hacia la implementación de políticas y la intervención social en términos bottom-up, es asumible y aceptable. Los valores y criterios de decisión que se esconden detrás de todo planteamiento que persigue un sector público que oriente sus acciones hacia el rendimiento en términos de mercado, es cuanto menos una aberración.
 No caigamos en el error. Si es necesario, volvamos a la lógica de la provisión de bienes públicos, que por lo demás recordemos que era aquella en la que no cabían los principios de la rivalidad y la exclusión. ¿Acaso no son estos los que ha de proveer el Estado en tanto el sector privado no encuentra en ellos un rendimiento económico? ¿Cómo aplicar entonces este principio de toma de decisiones en el sector público?
Pero aún en el supuesto de verse inmerso en la gestión por medio de resultados, encontraríamos incluso limitaciones. La disciplina económica derivada de este paradigma se basa en un rendimiento que se traduce en un comportamiento disciplinado a corto plazo. Eso, y más en el caso de intervenciones públicas, es inasumible.
La propia OCDE ha venido denunciando los errores de este modelo de gestión pública. La definición de resultados desde el poder central y la responsabilidad de los delegados en la determinación del modo de gestionar, no es idílica. Para su buen funcionamiento requiere de buenos mecanismos de seguimiento y control del gestor desde el ámbito central; buenos mecanismos de coordinación entre los órganos delegados a fin de conseguir coherencia en la intervención pública y renovación de los sistemas de accountability para que, a fin de cuentas, la gestión pública no se centre sólo en una asignación presupuestaria de actividades de forma mecánica. En estos términos, es evidente que España no dispone de los mecanismos necesarios para plantear este modelo de gestión de sus intervenciones públicas.
Con todo, no por ello podemos recurrir a la deducción naïve de descartar la intencionalidad política de aplicar este paradigma. La técnica más evidente llevada a cabo hasta el momento es la del presupuesto (no)incrementalista, donde no se atiende por medio de evaluaciones sobre las intervenciones sociales a qué recortar, cuánto recortar y cómo hacerlo, sino que únicamente se centra en el efecto psicológico que esto genera en la sociedad. Afirmar que esta técnica es adecuada es injustificable puesto que, aún situándonos en el acierto fortuito de esa decisión, es evidente que la mera asignación de fondos no es condición suficiente y necesaria como para garantizar un buen servicio público.
Por muy contradictorio que sea, en los tiempos en los que nos encontramos la sociedad no necesita de resultados que pongan en cuestión los valores básicos del Estado de Bienestar que tanto esfuerzo ha supuesto para los españoles. No hay una fórmula mágica que resuelva la situación en la que estamos. Quizá lo más aconsejable es la suma de muchas. Lo que está claro es que en las Administraciones Públicas necesitamos estrategas capaces de identificar los problemas, reconocer los cambios en las relaciones de causalidad y diseñar estrategias adecuadas para cada tipo de intervención. No sólo de buenos resultados carece España y lo que es evidente es que con una gestión basada en este criterio seguiremos sin saber lo que todavía no sabemos: cómo hacer las cosas.   

Patricia Vidal
Politóloga y socia de AVAPOL
@VidalPat

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