El escenario que se abre con el siglo
XIX ha sido considerado por buena parte de los autores que se han adentrado en
este periodo histórico como una era
positiva. Todo parecía indicar que la humanidad inauguraba una nueva etapa
sumergida en un progreso exponencial que no parecía conocer límites. Las
innovaciones tecnocientíficas no solo se dejaban notar en unos beneficios
crecientes en manos de los industriales y empresarios, sino que también servían
para mejorar las condiciones de vida de amplios sectores de la sociedad. Una era del progreso que, en términos
generales, abarcaría desde poco antes de los años cincuenta del XIX hasta el punto
de no retorno que marcó la I GM.
Fue a raíz de la Gran Guerra cuando las generaciones de jóvenes cultivadas en el antiguo mundo constatarían “el mito del progreso ilimitado en que se fundaba la civilización liberal, capitalista e imperialista de la belle époque”, advierte Roger Griffin en su obra Modernismo y fascismo. Una posición semejante sostiene Stefan Zweig en El mundo de ayer, cuando apunta que durante el siglo XIX “el sentimiento de seguridad era la posesión más deseable de millones de personas, el ideal común de vida”. Una fe en el progreso ininterrumpido e imparable tenía para aquel siglo la fuerza de una verdadera religión.
El idealismo más extremo parecía henchir los corazones de los ciudadanos europeos, por lo que nadie podía concebir un futuro que no estuviera plagado de avances y progresos. Un mundo de seguridad que, en palabras de Zweig, no dejaba de ser un ilusorio y frágil “castillo de naipes”. El mundo burguesamente estabilizado y ordenado, “ovillado en la seguridad, las posesiones y las comodidades”, estaba a las puertas de ver cómo de pronto todo se desbarataría sin solución de continuidad.
En esta misma línea, Toni Wrigley considera que hasta la I GM el grueso de Occidente siguió inmerso en un periodo de relativa quietud. En aquellos días podía pensarse que “nuestro padre sabía más que nosotros, se daba crédito a la sabiduría que aportan los años, y las normas consuetudinarias de conducta, como las creencias usuales, gozaban de autoridad”. Con el fin del conflicto en 1918, el cambio rápido se constituirá en la regla, por lo que la autoridad de los viejos ideales ya no gozará de vigencia en una sociedad en perpetuo cambio y evolución.
Fue a raíz de la Gran Guerra cuando las generaciones de jóvenes cultivadas en el antiguo mundo constatarían “el mito del progreso ilimitado en que se fundaba la civilización liberal, capitalista e imperialista de la belle époque”, advierte Roger Griffin en su obra Modernismo y fascismo. Una posición semejante sostiene Stefan Zweig en El mundo de ayer, cuando apunta que durante el siglo XIX “el sentimiento de seguridad era la posesión más deseable de millones de personas, el ideal común de vida”. Una fe en el progreso ininterrumpido e imparable tenía para aquel siglo la fuerza de una verdadera religión.
El idealismo más extremo parecía henchir los corazones de los ciudadanos europeos, por lo que nadie podía concebir un futuro que no estuviera plagado de avances y progresos. Un mundo de seguridad que, en palabras de Zweig, no dejaba de ser un ilusorio y frágil “castillo de naipes”. El mundo burguesamente estabilizado y ordenado, “ovillado en la seguridad, las posesiones y las comodidades”, estaba a las puertas de ver cómo de pronto todo se desbarataría sin solución de continuidad.
En esta misma línea, Toni Wrigley considera que hasta la I GM el grueso de Occidente siguió inmerso en un periodo de relativa quietud. En aquellos días podía pensarse que “nuestro padre sabía más que nosotros, se daba crédito a la sabiduría que aportan los años, y las normas consuetudinarias de conducta, como las creencias usuales, gozaban de autoridad”. Con el fin del conflicto en 1918, el cambio rápido se constituirá en la regla, por lo que la autoridad de los viejos ideales ya no gozará de vigencia en una sociedad en perpetuo cambio y evolución.
Tras cuatro largos
años de guerra como nunca antes se había conocido, terminaron por desplomarse
los mitos progresistas e idealistas
que habían conformado la cosmovisión europea desde mediados del XIX. La edad de oro de la seguridad y de la razón
anterior a la I GM, donde todo tenía su norma, su medida y su peso determinados,
había fracasado. Las esperanzas depositadas en un porvenir sin contratiempos se
diluyeron de repente.
La demolición del presente
El mundo de
nuestros días también ha experimentado un desencantamiento generalizado
respecto a la idea del progreso
ilimitado. Si hace cien años el pistoletazo de salida fue el estallido de
un conflicto armado a escala global, hoy nos enfrentamos a una cruenta
contienda económica y financiera que empezó a fraguarse en el ocaso del siglo
XX y que terminó por estallar con el derrumbe de los grandes bancos y
aseguradoras de Estados Unidos.
Más de cinco años
después de la caída de Lehman Brothers, el 15 de septiembre de 2008, la
tormenta perfecta todavía no ha remitido en todos sus flancos y aún son muchas
las retaguardias que siguen desprotegidas. Son numerosos los reclutas que,
esperanzados en un futuro más prometedor que el de sus padres, han terminado
por perder su confianza en el mañana y se han visto impelidos a enrolarse en inciertos
frentes extranjeros.
El mito del progreso perpetuo, o lo que es
lo mismo, la manufactura de utopías
irrealizables en el mundo real, es sin duda uno de los ejercicios más
peligrosos que pueden acometerse, en tanto que inoculan en el imaginario
colectivo una amalgama de quimeras que, más pronto que tarde, terminan por
desvelarse como falsas. Como ya advirtiese Karl Marx, “la historia se repite,
primero como tragedia y luego como farsa”.
Emilio Sancho
Junta Directiva AVAPOL
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